lunes, 12 de julio de 2010

¿SÍ PERO, NO?

Érase una vez el caso de un lindo pajarillo que fue condenado, irónicamente, por su extremada belleza a vivir enjaulado. En la jaula creció y en ella se recreaba, saltando, brincando, revoloteando y cantando bellas melodías. Estaba encantado de su vivir: ni comida ni bebida ni cariños le faltaron nunca. Misteriosamente la jaula era movida todos los días al lugar más soleado de la casa que lo acogía. Mejor vida no se podía desear.

Pero he aquí que un día la puertecita de la jaula, por descuido, quedó abierta, y el pajarillo tímidamente se aventuró a salir fuera de los limitados confines de su morada. ¡Qué asombro! Ahora podía extender más su vuelo, podía llegar a espacios no barruntados. Más aún, encontró aperturas que lo condujeron a lugares desconocidos. ¿Qué es todo eso?, se preguntaba el pajarillo. Árboles, arbustos, flores, jardines, aguas, ríos, lagos, mares, colinas, montañas y un cielo ilimitado con nubes y más pajarillos, de todos los colores y tamaños: ¿qué es todo esto?, se preguntaba el pajarillo. Y en medio de la novedad no pudo menos que sentirse confuso. Añoraba su linda y cuidada jaulita, pero no podía volver a ella. Había descubierto la libertad, el paraíso, la auténtica vida. ¡Qué mala partida le había jugado su dueño que aparentemente lo quería tanto! ¿Cómo se puede querer a uno que te aprisiona y te corta los vuelos de tu libertad? ¿Cómo? Y, sin embargo, el pajarillo, a pesar de haber descubierto los ilimitados horizontes, que ya no abandonaría, sentía cierta nostalgia por su pasado.

Este ejemplo pudiera ilustrar muy bien el caso de miles de personas que nacieron y crecieron en los limitados confines de su cultura y pensaron contar con toda la verdad, en todos los campos, incluso el religioso. Pero, de repente, descubrieron nuevos mundos, desconocidos unas veces, otras olvidados o simplemente prohibidos".

En más de una ocasión me he visto criticando posturas antiguas mantenidas por la Iglesia católica romana, que, según algunos de sus líderes, nunca ha cambiado en doctrina y enseñanza. ¡Habría que estar ciegos para no ver los cambios que en ella se han dado! Y nos preguntamos, ¿por qué no hablar todavía más claro? ¿Por qué no reconocer la verdad? La doctrina y disciplina católica romana nunca han sido inmutables, han cambiado y seguirán cambiando, aunque a paso de tortuga.

Veamos hoy un tema trascendental que pudiera asustar a espíritus débiles. ¿Hay salvación o no fuera de la Iglesia romana?

La postura tradicional de la Iglesia fue negativa. Desde los primeros siglos, teólogos del calibre de Orígenes (185-253), Cipriano (+258), Atanasio (298-373) y Agustín (354-430), declararon que ¡Extra Ecclesiam nulla salus! ¡Fuera de la Iglesia no hay salvación! Esta doctrina fue definida ya en el IV Concilio Laterano (1215), y el de Florencia (1442) se expresó de esta manera: "La santa Iglesia romana… firmemente cree, confiesa, y proclama que nadie fuera de la Iglesia católica, ni pagano ni judío ni incrédulo o cismático tendrá parte en la vida eterna, antes bien será condenado al fuego eterno preparado por el demonio y sus ángeles, a no ser que se unan a ella (la Iglesia católica) antes de su muerte".

¡Roma pontificó y el mundo circundante agachó la cabeza! ¿No tenemos aquí al pajarillo cierto y seguro de que no había más paraíso que el de su jaula? Se podría decir que la Iglesia católica vivió, en este tema concreto, en la jaula del imperio greco-romano hasta casi el siglo XV, pero cuando empezaron a descubrirse nuevos continentes y nuevos pueblos y nuevas religiones, alguien iba a fruncir el entrecejo y pensar que tal vez Dios se encontrara también en esos lugares.

Mas, ¿cómo cambiar una doctrina definida como "infalible"? Sin duda, tenía que haber una solución. Alguien dijo que "los escolásticos podían afeitar un huevo". Las elucubraciones escolásticas son ilimitadas e infinitas. Así apareció el famoso "bautismo de voto o de deseo" que promovieron, entre otros, los jesuitas Roberto Belarmino (1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617), y es hoy todavía doctrina normal para algunos romanos. Según ella, toda persona que tenga el deseo de encontrar la auténtica verdad y viva moralmente bien dondequiera que se encuentre es, por ese deseo vivo, "católico romano", y por lo tanto se salvará (si se porta bien). Aunque esto resulta ridículo, ya que lo mismo pueden afirmar las restantes religiones, y según ello seríamos: judíos, musulmanes, budistas, hindúes, etcétera; no obstante, es un esfuerzo teológico que supone un gigantesco avance en contra de la afirmación de que fuera de la iglesia no hay salvación. Pero hay algo más, en el siglo XVII Roma se contradice y condena a los rigurosos jansenistas franceses por defender que fuera de la Iglesia no hay gracia salvífica.

La incongruencia romana alcanzó una nueva cúspide cuando en l952 el Santo Oficio (hoy Congregación para la Fe), durante el pontificado de Pío XII, creyó necesario condenar y excomulgar a Fr. Leonard Feeney por defender la doctrina tradicional y definida de que los que se mantienen fuera de la iglesia visible católica están condenados; excluía la doctrina del bautismo de deseo. Es decir, que si la Iglesia condenó a ese intransigente fraile, también pudiera haber condenado a Orígenes, Cipriano, san Atanasio, san Agustín y a los concilios lateranense y florentino que sostuvieron lo mismo.

Finalmente, el Concilio Vaticano II (1962-65), y sin mencionar formalmente el cambio, reconoció que fuera de la Iglesia romana hay salvación. En la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium (1964) se afirma que "quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influyo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna" (nº 16). Hemos de pensar que desde que el ser humano camina sobre la tierra ha buscado a Dios con sincero corazón. El ser humano, pues, ha podido salvarse desde el principio de la creación, cuando no existía la iglesia romana.

En la declaración Nostra aetate (1965), sobre las religiones no cristianas, se afirma, "que la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo" (nº 2).

De nuevo, la incongruencia romana sorprendió al mundo religioso cuando en agosto del año 2000, el cardenal Joseph Ratzinger publicó el documento: Dominus Jesus, en el cual, aunque cita constantemente al Concilio Vaticano II, da marcha atrás y adopta una postura ultraconservadora regresando a las teorías de los teólogos tridentinos.

Y fue, precisamente el papa Benedicto XVI, el anterior Ratzinger, quien el 19 de agosto de 2005, declaró en Colonia ante treinta representantes no católicos que "aunque la iglesia crea que la unidad (¿qué unidad?) ya subsiste en la Iglesia católica, eso no significa que una eventual comunión haya de implicar uniformidad en teología, liturgia y disciplina. El modelo debe ser "unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad" (Revista America, sept. 12, 2005). Nos preguntamos: si no hace falta uniformidad en teología, liturgia y disciplina, ¿qué implica la "eventual comunión"? ¿Aceptación de la autoridad papal? ¿No implica esto un desmesurado deseo de poder, condenado por Cristo?

Así llegamos a lo que angustia y tortura a las mentes conservadoras romanas, que el Concilio Vaticano II se pronunció abiertamente en contra del absolutismo doctrinal tradicional y abrazó la postura misericordiosa y de amor incondicional que proclamó Jesucristo.